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La ciudad desconocida

“-Bueno, vamos allá.
Temblando enderecé la bicicleta. Mi padre me ayudó a encarame en el sillín, pero no corrió tras de mí. Sencillamente me dio un empujón y voceó cuando me alejaba:
Mira siempre hacia adelante; nunca mires a la rueda.”
Miguel Delibes “Mi querida bicicleta”.

Como a Delibes, a muchos de nosotros, nos ha quedado un imborrable recuerdo del día que aprendimos a montar en bicicleta; adherido a nuestra memoria, esperando; quien sabe si dispuesto a despertar en cualquier momento para empujarnos a dar una nueva pedalada. Cómo podíamos imaginar que llegaría un día en el que muchos, casi a la misma hora, sacarían sus bicicletas de rincones olvidados, y se atreverían a dar esa pedalada.

Parecían felices. Nosotros lo éramos, siempre habíamos soñado ver la ciudad así. Algo había cambiado, algo debería cambiar.

Hubo un momento en el que empezamos a dejar de caminar con libertad por la ciudad. Aprendimos a movernos por los laterales de las calles, bordeando los edificios. En el centro de cada calle apareció un gran espacio negruzco por el que no debíamos caminar, como si de una frontera se tratase. Para cruzarla, la frontera, nos pusieron unos postes con luces de colores, debíamos esperar la luz verde. Nos dijeron que era mejor, había llegado él y decidimos, o decidieron, que lo más conveniente sería apartarnos a los bordes, sin saber.

Llegaría un día, en que hasta la calle que nos lleva al mercado, la que está frente al ayuntamiento, si al cruzarla mirabas a un lado y a otro, veías la enorme capa negra, inmensa, inaccesible. Las aceras parecía que hubiesen desaparecido, costaba encontrarlas con la mirada, pero si las buscabas podías encontrarlas a los bordes del asfalto, parecían tan pequeñas al lado de toda aquella explanada negra.

Él, ruidoso y humeante. Había cambiado mi ciudad y todas las que conocíamos. Ya nada parecía que pudiera detenerlo y nadie parecía atreverse a hacerlo. Al principio, dijeron que era el progreso, ahora me cuesta creerlo.

Así las cosas, las personas nos acostumbramos a caminar apresuradas, unos complacientes, otros escépticos y otros cabreados con aquello ¿Qué podíamos hacer?

Pero algo cambió de nuevo y pasamos a estar confinados, protegiéndonos de una pandemia y a salvo de él. Mi calle ha vuelto a cambiar. Él ha dejado de pasar, ya no hay ruido y huele diferente. Ahora escucho gente caminar y hablar, los veo cruzar de un lado a otro de la calle, se atreven a pisar la gran frontera negra, incluso algunos se han atrevido a pasear por ella. Otro, se ha hecho una foto en medio de la calle, no debía creérselo. Me parecían más tranquilos que otras veces.

Los pájaros se posan confiados, se distingue su canto entre conversaciones. El verde de esta primavera parece más verde y es que los árboles no traen esa pátina grisácea en sus hojas. Ha emergido entre nuestras calles una ciudad desconocida.

Hace años Marc Augé escribió un pequeño libro titulado “Elogio de la bicicleta” una utopía urbana, emplazada en la ciudad de París, en la que él, ese al que aún no hemos nombrado, dejó de dominar la ciudad para ocupar un lugar más humilde. Se limitaría su uso a lo estrictamente necesario y siempre mediante el correspondiente permiso. Unos grandes artefactos lo acogerían en las entradas a la ciudad y solo unos pocos servicios podrían servirse de él. Como podéis imaginar en esta historia las personas recobran el deleite de pasear por su ciudad, respiran mejor y han vuelto a disfrutar de olores extinguidos como las castañas asadas en el otoño. Los encuentros imprevistos por el azar se suceden con normalidad. Las bicicletas se han convertido en un modo habitual para el desplazamiento, recuperando el bello significado de la palabra movilidad. Una afición por personalizar las bicicletas se ha apoderado de la ciudad.

El prestigio de la bici es tal que surgen multitud de nuevas modalidades deportivas para su uso. El “efecto pedalada” es la expresión de moda. Así lo describe Augé.

Pero lo más interesante resulta ser que en muchas ciudades sus habitantes hace ya un tiempo que han pensado que esa “ciudad desconocida” para nosotros, imaginada y descrita con acierto por Augé, no debía ser una propuesta descabellada. Se han empeñado en convertirla en realidad. No debe ser un camino fácil, sin duda, pero empujan y miran hacia adelante, como decía su padre a Delibes mientras aprendía a montar en bicicleta.

Ahora, a medida que volvamos a la calle, a lo cotidiano, volveremos a encontrarnos con él y seguramente quiera adueñarse otra vez de nuestra ciudad. Pero esta vez, ya no será sin saber, porque ya conocemos a la “ciudad desconocida”, la que ha emergido durante estos días, la de caminantes y ciclistas, que pasean y hablan, que juegan y pueden ocupar la calle entera. Pero puede que también vuelvan las disculpas, porque trabajo, porque hay cuestas y llueve, o porque cuando hace frio, o puede que no vuelvan. Porque en esas otras ciudades que se esfuerzan por ser como el París de Augé también trabajan, suben cuestas y se mojan, pero han elegido que él ya no será dueño y señor de sus calles.

Texto: Ángel de Diego – Fotografía: Rafa Casuso

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